


Cada noche, bajo la luz plateada de la luna, ella emergía de las sombras. Era conocida como la Dama Oscura, una vampireza cuya belleza era tan letal como irresistible. Nadie sabía de dónde provenía, pero en los pueblos cercanos susurros corrían: buscaba hombres maduros, aquellos que ya habían probado el vino de la vida y aún conservaban fuego en su mirada.

Esa noche encontró a uno. Un caballero de cabello gris y ojos cansados, sentado en una mesa iluminada por candelabros. Ella se acercó, con sonrisa enigmática, y lo envolvió en un banquete de palabras suaves, vino rojo y caricias que parecían prometer eternidad. Él, fascinado, se dejó llevar, sin comprender que ya estaba atrapado.
En la penumbra de la alcoba, la vampiresa se inclinó sobre su cuerpo. Su contacto era fuego y hielo a la vez, y cada beso suyo arrancaba suspiros que lo debilitaban, pero también lo llenaban de un placer adictivo. Como si bebiera su esencia, ella absorbía su energía, pero al mismo tiempo lo restauraba, jugando con su fuerza y su entrega.


La madrugada los encontró enredados entre sábanas de seda. Ella, satisfecha y rendida, con una tenue sonrisa en los labios, sabía que su sed había sido saciada… al menos por esa noche. El hombre, exhausto y rejuvenecido a la vez, comprendió que había entregado algo más que su cuerpo: había ofrecido su alma a la oscuridad, y ya nunca volvería a ser el mismo.
