


En las noches de luna llena, cuando la claridad plateada tiñe los árboles torcidos del bosque, aparece una mujer que muchos llaman la Bruja del Sendero. Su figura se dibuja con elegancia, siempre vestida de negro, como si la oscuridad misma se hubiese convertido en su piel.
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No habla. No ríe. Solo se deja ver cuando un hombre camina en soledad bajo el resplandor de la luna. Sus ojos, como pozos sin fondo, lo atrapan con una mirada irresistible. Entonces, extiende la mano. Quien la toma, queda condenado.

El bosque parece transformarse con cada paso: las sombras se alargan, los animales de la noche observan en silencio y las calabazas iluminadas al borde del sendero arden como lámparas macabras. Entre los árboles, el aire se llena de crujidos y murmullos, como si otras presencias invisibles caminaran a su lado.
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Al final del recorrido espera la cabaña. Desde su interior emana una luz roja, palpitante, que late como un corazón vivo. Afuera, el suelo está marcado con huellas y prendas abandonadas, como si quienes entraron hubieran dejado allí la última prueba de su humanidad.
Ella se alimenta de lo que provoca: del estremecimiento, del deseo, del placer confundido con miedo. Cada víctima es una llama que consume poco a poco, hasta dejar solo un cuerpo vacío y una sombra más en el bosque.
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Cuando el amanecer llega, la cabaña queda desierta. No queda rastro de fuego ni de luz, solo silencio y el eco de gemidos que parecen flotar entre los árboles.
Y así, bajo la luna, el sendero vuelve a esperar al próximo caminante solitario.

